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'Última llamada' el segundo relato del polifacético Julián Casado Menea, tras 'Todos terroristas', en Jordipress.com
El día amaneció claro. Soplaba un viento fresco de mediados de septiembre, cuando el verano mete en su maleta la arena de la playa, las tardes eternas y las noches tropicales. Aquel hombre lo había visto pasar por delante varias veces. Lo conocía porque venía a llamar tiempo atrás. Dio unas vueltas alrededor de la cabina y entró. La portezuela gimió en sus goznes resecos por falta de mantenimiento y la plataforma, ya desfondada por años de soportar el peso de la gente, se hundió un poco más. Poco le quedaba ya de hundirse a la pobre. Pese a mis años, siempre me he considerado un teléfono joven. Soy de la generación de las teclas. Nunca sentí aquellas cosquillas que recordaban mis mayores cuando los llamantes deslizaban sus dedos por las ruedas numeradas. Si el número era una cifra alta el placer era mayor, pues la caricia era más larga. Si eran bajas, apenas un ligero roce. Pero, yo soy de teclas. Y me las han apretado de formas muy diversas: con cuidado, con violencia a veces, con esperanza. Incluso con miedo. Y yo lo notaba. Cuando marcaban un número ya podía percibir de qué iba a ir la llamada antes de pronunciar las primeras palabras, que acababan confirmando siempre la primera intuición. Y la intuición no, pero la memoria me decía de qué recordaba a ese hombre mientras tecleaba el número con dedos temblorosos y aliento de carajillo.
Hola, Margarita?
……
No me conoce, no me conoce, pero yo a usted sí y querría…
…
Ya, pero lo que tengo que decirle es muy importante. Quería hablarle de Lorenzo, su marido.
Y el hombre guardó silencio un buen rato, casi un minuto. Pude contabilizarlo por el marcapasos que todos los teléfonos de cabina llevamos incorporado. Y colgó.
Cuando salió de la cabina, unos operarios bajaban del camión-grúa. Hizo el gesto de parar y volver a entrar, pero siguió adelante, o quizá atrás, y quedó como esperando, con el aire indeciso del que no sabe bien qué tiene que hacer tras un cambio brusco de planes. Observó como los operarios entraban en la cabina. Miraron por donde venían las conexiones, la telefónica y la que suministraba electricidad a los dos fluorescentes. Midieron el perímetro y calcularon que en el camión-grúa cabrían tres cabinas y que la mía sería la que subirían en último lugar, de forma que fuera la primera en bajar en el taller de desguace.
El teléfono me lo quiero guardar de recuerdo
Pero si no funcionará
Es igual, lo quiero como adorno, como recuerdo
Que friki que eres. Lo desmontaremos antes de desguazar la cabina
Vamos, lo tienes todo apuntado?
Si.
Cuando los operarios montaron en el camión-grúa y giraron por la primera bocacalle, el hombre volvió a la cabina. Comprobó que hubiera línea, introdujo monedas y apretó las mismas teclas de antes, con algo más de decisión.
Margarita? Vuelvo a ser yo, escúcheme por favor lo que tengo que decirle. Yo maté a Lorenzo.
Y se volvió a hacer un silencio eterno.
El camión-grúa volvía con las dos cabinas en su remolque en busca de la tercera, de la que había sido mi casa durante tanto tiempo. El hombre, no dijo nada más. Sus lágrimas resbalaban a la plataforma de la cabina mojándome todo el auricular, derramadas en cascada desde sus ojos cerrados, quizá con la imagen grabada de Lorenzo de rodillas, las manos atadas a la espalda, la cabeza cubierta con un pasamontañas colocado al revés para impedirle la visión de cualquier atisbo de luz. El mismo pasamontañas que él se había puesto antes correctamente cuando su comando abordó a Lorenzo a la salida de la estación, aquella noche fresca de verano, como lo suelen ser todas en el norte, y a empujones lo metieron en el maletero del Simca 1200.
Lo único que se oía a un lado y otro de la línea telefónica eran sollozos y respiraciones forzadas, como un suspiro infinito vagando entre mi cabina y donde quiera que estuviera el otro teléfono. El golpeteo en el cristal interrumpió ese intercambio de llantos. Los operarios apremiaban.
Caballero, usted perdone, tenemos que desmontar ésta cabina y llevarla al desguace. Le queda mucho?
El hombre abrió los ojos como si despertara de una pesadilla. Como si saliera de un profundo océano de arrepentimiento.
Si, si, perdonen, ya me voy. Ya acabo
Colgó y salió.
Inmediatamente los operarios comenzaron a desanclar la cabina de la plataforma de cemento donde había reposado todo el tiempo que estuvo en uso. Con la grua la subieron a la caja del camión y tras asegurarla con las preceptivas correas, arrancaron hacia el desguace.
Según había oído me esperaba un futuro retiro en casa de uno de los operarios. Por un lado, eso me gustaba más que acabar triturada, pero por otra parte, si ya nadie me iba a utilizar para llamar, se me iba a pasar el tiempo aburriéndome mucho. Ya veremos.
Eso iba pensando cuando por un bache, o por pasar el camión por una de esas elevaciones que pone el Ayuntamiento en la calzada para que los coches olviden que están hechos para correr y vayan despacito, el caso es que hubo un rebote arriba abajo o abajo arriba tan fuerte que se me descolgó el auricular y quedó meciéndose del cable de un lado a otro, igual que se mecía de un lado a otro, colgado de una soga, el hombre que vino a hacer la última llamada.
Oct 08, 2025 Opinión