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El primer capítulo de la serie de relatos de Julián Casado Menea. 'Terroristas todos'
Encerrado en su despacho del cuartelillo, el comandante repasaba el cuadrante de vacaciones que había confeccionado para el verano a los guardias a su cargo. De forma minuciosa, como si recompusiera un reloj averiado, había estado más de una semana poniendo y quitando nombres, adjudicando días libres y guardias obligatorias, previendo en fin, como sería el humor de sus hombres cuando leyeran en el tabón de anuncios el verano que les esperaba a cada uno.
La mayoría quería volver a sus pueblos de Andalucía o Galicia, y montar los turnos le producía un intenso dolor de cabeza, igual que cuando oía a su mujer quejándose de las amistades abertzales de su hijo. ¿Quién buscaba a quién? Se preguntaba el comandante. ¿Los abertzales al zagal para sacarle información sensible del padre? ¿O su hijo a los abertzales como forma de “matar al padre” (no quería ni pensarlo) por sus continuas desavenencias?
Éstas cábalas tenía en su cabeza, cuando oyó gritos, corredizas y golpeteos varios en el contiguo puesto de mando. Unas voces daban el “Alto”, otra preguntaba a gritos que donde estaba ese “hijo de puta”. “Que no se puede pasar” “Quieto” “Quieto ahí”. “Ese cabrón me está jodiendo la vida, lo voy a matar, soltadme”.
Conocía esa voz, aunque no podía descifrar el acento, y en ese momento no le ponía cara pues chillando de esa manera y forcejeando era difícil. Que lo conocía era seguro. Se levantó del sillón sin hacer ruido y se ciñó el cinturón con la pistola, aquella Astra que tan bien conocían algunos vecinos del pueblo. Por ejemplo Iñaki Erraspe, el encargado del aserradero, que parecía muy valiente en el Dorronsoro, silbando y mofándose del himno de España cuando televisaban la selección nacional de fútbol, pero que se meó cuando lo llevaron al cuartelillo y probó el sabor metálico del Astra en la boca. Pero la voz de Iñaki era más chillona que la que berreaba ahí fuera. Cuando le tiraba de las patillas parecía un marranillo el cabrón.
Tras la puerta continuaban los forcejeos, empujones y otros sonidos sin identificar a cual más alarmante y cada vez más cercanos. ¿podría ser el mismo Dorronsoro, el marido de Edurne?. En ello pensaba el Comandante mientras revisaba el cargador de la pistola. Edurne le tenía loquito, enchochao, aunque últimamente ella no estaba por la labor, pues los dos últimos martes que habían estado follando en la pensión la notaba más fría, menos entregada que las primeras veces, cuando estaba reciente el descubrimiento del alijo de contrabando que guardaban ella y Dorronsoro en el bar. Ahora los golpes eran en la misma puerta y podía abrirse de un momento a otro. Abre cabrón, me cago en tu puta madre!! Ahora pudo identificar el acento.
Era gallego. Podía ser el padre de Piluquita, la de las tiernas tetitas, la nena que vio una tarde besándose con su hijo cerca del Instituto. Aquella tarde la siguió para comprobar sus sospechas. Estaba seguro que tras toquetearse con su zagal y sacarle información suya, iría con el cuento asus amigotes abertzales para que la integrasen en la pandilla. Ya anochecido la salió al paso cuando regresaba sola a su casa y la metió en el coche. La llevó al bosque, la toqueteó y la obligó a chupársela. La zorra le había sacado a su hijo a que hora entraba y salía de la Comandancia. Con cambiar sus rutinas tenía de sobras para joderles los planes a esos aprendices de terroristas.
De repente la puerta se abrió con violencia, rebotando contra la pared, de forma que golpeteó en la cara al guardia civil que pretendía entrar y en ese momento la voz que gritaba se acopló a los labios del gritante Agente Perea, ¿qué coño está pasando? ¿a qué vienen esos gritos?
Te voy a matar hijo de la gran puta, le decía Perea amenazándole con el puño cerrado mientras en la otra mano sostenía un papel arrugado. Bajó el puño y levantó el papel.
El año pasado me quedé todo el puto mes de agosto en esta mierda de cuartel y ésta mierda de pueblo. Y mi mujer se tuvo que ir sola al pueblo con los niños, y te lo dije. Y me has vuelto a putear y estoy hasta los cojones.